miércoles, 28 de septiembre de 2011

UN DESARROLLO A LA MEDIDA DEL SER HUMANO


Conviene hacer una distinción inicial entre desarrollo y desarrollismo. El primero es un término que se aplica básicamente al crecimiento económico, entendido como el aumento de la producción y de la capacidad de consumo para el mayor número de seres humanos. En un sentido más amplio, más humano y tal vez menos tenido en cuenta, debiera considerarse el desarrollo auténtico como la elevación integral de la condición humana, de todo el ser humano y de todas las personas.
El desarrollismo, por su parte, es una concepción económica que propugna la necesidad de que la economía crezca indefinidamente, y asegura que ello reportará la acumulación generalizada de bienes y servicios, con lo que los seres humanos serán paulatinamente más felices. Esta felicidad, por lo demás, se entiende como “calidad de vida” interpretada generalmente en términos de bienestar material. Esta concepción se apoya en el auge de la tecnología y en sus posibilidades para potenciar y organizar a gran escala, incluso globalmente, la actividad humana sobre las fuentes y los cauces de la riqueza en el planeta.
Tras la revolución industrial, y por encima del enfrentamiento entre el modelo económico capitalista y el socialista, existía a lo largo de todo el siglo XX –hasta la década de los 70 aproximadamente- un fundamental acuerdo entre ambos acerca de la “concepción desarrollista” y sobre la necesidad de que la economía creciera indefinidamente. Las discrepancias venían al afirmar si quien podría lograr más adecuadamente tal propósito era el libre mercado o la economía centralizada bajo el control estatal.
El desarrollismo, como modelo económico y como mentalidad, puede resumirse, aun a riesgo de caer en la simplificación, en los siguientes postulados:


1)      El planeta es una fuente inagotable de recursos
2)      El desarrollo consiste en el proceso de crecimiento económico seguido por los llamados “países desarrollados”
3)      Dicho proceso es posible en todos los países del mundo
4)      Existe una correlación entre desarrollo y satisfacción de las necesidades del ser humano
5)      Como la racionalidad humana puede disponer absolutamente de una naturaleza cuyas leyes han sido descubiertas, el progreso de la humanidad se abre a un horizonte ilimitado.


La racionalidad ilustrada
Quizás pueda afirmarse que la raíz última de las dificultades sociales y ecológicas de las que se ha venido adquiriendo conciencia en las últimas décadas se halla en no haber reconocido límites al poder del hombre y de creer que todos los problemas se pueden resolver por medio de la ciencia y de la técnica. Tras esta convicción late un modelo de racionalidad, el ilustrado, que sitúa a cierto tipo de hombre -el triunfador en el terreno económico y en el público en general, y varón para más señas- como dominador absoluto de todo lo real, armado con un arsenal científico con el que dirige una mirada pragmática  al mundo y que ve en él un ámbito susceptible de dominio y, por lo tanto, un campo de rivalidades en el que la solidaridad encaja difícilmente. El mundo no tiene otro sentido para esta mirada que el servir a la voluntad de poder de seres humanos que se consideran o pretenden ser autosuficientes. En suma, como decía Tomás Hobbes al concluir el Renacimiento, el hombre vendría a ser “un lobo para el hombre”.
Pero el precio del triunfo a ultranza de los dominadores es la sangre, la miseria y la humillación de los vencidos. A nadie se escapa que el siglo XX, cumbre del desarrollo histórico en lo económico y en lo técnico, ha sido también, literalmente, el más sangriento de la historia.
Este modo de entender el crecimiento económico tiende a no considerar la relevancia moral de la naturaleza y del medio vital humano, así como a generar desigualdades y discriminaciones entre personas y pueblos por sus limitadas posibilidades para acceder al nivel de bienestar de los más beneficiados.
Seguramente ningún ser humano elige libremente vivir en la miseria y en la marginación. Y sin embargo, el mundo en el que vivimos ofrece un panorama dantesco cuajado de desequilibrios, en el que los pueblos ricos son cada vez más ricos y los pobres tienden a ser cada vez más miserables. La quinta parte más rica tiene unos ingresos 150 veces superiores a los ingresos de la quinta parte más pobre. Hemos construido un mundo en el que el 25% de la población mundial dispone y consume el 70% de la energía, el 75% de los metales, el 85% de la madera y el 60% de los alimentos.
Si en este marco se hace ya difícil para muchos seres humanos concebible el mundo como un lugar habitable, hay que añadir también que un proceso indefinido se hace imposible, entre otras cosas, porque los recursos del planeta son finitos y se ven en todo este proceso muy seriamente amenazados. 
El proceso de globalización de la economía, a pesar de sus aspectos positivos, ha agudizado la exclusión de amplias regiones geográficas, como las regiones subsaharianas, países iberoamericanos y otros países asiáticos; ha puesto en el umbral de la marginación a numerosos colectivos humanos como los jóvenes sin formación, los ancianos solos, los enfermos que no pueden valerse por sí mismos, las mujeres que no han podido acceder a títulos de propiedad, a unos estudios y una formación cualificados y las familias que dependen de ellas, las poblaciones que no disponen de recursos económicos o no disponen de medios para rentabilizarlos, etc., así como a muchas y variadas culturas y tradiciones. Y también a los no nacidos. Es el gran grupo de la humanidad perdedora.
El endeble desarrollo de los pueblos más deprimidos económicamente, el amplio y diverso panorama de la marginación social y cultural, y a la vez el complejo mundo del consumismo desenfrenado entre los más favorecidos, vienen a ser algunas de las grandes objeciones al modelo globalizador de la economía. Buena parte –si no la práctica totalidad- de los conflictos armados más recientes, y de los vigentes, tampoco es ajena a este complejo estado de cosas. 
La presente crisis financiera, en fin, montada sobre un pragmatismo sin referencias morales serias, no hace sino delatar que algo en el fondo de este modelo economicista ilustrado está podrido y muy podrido. Estamos ante una “reducción ad absurdum” planetaria, en la que se pone de manifiesto que una economía y una política sin moral -sin una moral verdadera, que haga justicia a la naturaleza y dignidad de todo ser humano- son una fuente de destrucción. Corrupción pura y dura.


Un desarrollo humano sostenible
 En las últimas dos décadas ha surgido con fuerza una línea de reflexión que ha planteado un modelo alternativo de desarrollo, que ha dado en llamarse “desarrollo humano” o también “desarrollo sostenible”. Este último término fue acuñado en 1987 por la Comisión Brundtland, amparada por la ONU. La idea de fondo consiste en mantener el desarrollo económico, pero de manera que concuerde con las necesidades del hombre –de toda la persona y de todas las personas- y de la naturaleza. 
         Se trata de un nuevo modelo de desarrollo que podemos caracterizar del siguiente modo:


- Un desarrollo integral: abarcando necesaria e indispensablemente el ámbito cultural, el económico y el medioambiental. 

-   Un desarrollo endógeno: no indiferenciado sino planteado a partir de la situación, de las necesidades y las posibilidades concretas de cada pueblo, y favoreciendo su protagonismo e identidad propia.

-  Un desarrollo sostenible: instaurando la disciplina del largo plazo, la visión de armonía y de conjunto. Lento, puesto que el crecimiento rápido es generador de nuevas dependencias entre pueblos. Que asegure el digno y libre desarrollo de las generaciones futuras.



           La superación de las situaciones marcadas por un economicismo que reduce el valor de las cosas, del trabajo y de la persona a su mera dimensión económica y de utilidad, exige la convicción decisiva de la primacía de la persona.

      No se puede hablar de desarrollo auténtico si éste resulta inhumano, pobre en solidaridad. La compensación de las carencias y dependencias de los países y de las personas más pobres hasta que aquéllas desaparezcan es la primera medida de cualquier forma de solidaridad. "El desarrollo, si quiere ser auténticamente humano, necesita, en cambio, dar espacio a la gratuidad". Se necesitan "unos ojos nuevos y un corazón nuevo, que superen la visión materialista de los acontecimientos humanos y que vislumbren en el desarrollo ese «algo más» que la técnica no puede ofrecer". (Benedicto XVI, Caritas in veritate)

        Es preciso replantearse que la interdependencia de la familia humana hace de la solidaridad, no un condimento o un maquillaje del desarrollo humano, sino su condición indispensable. Sin solidaridad, sin gratuidad, sin una defensa efectiva de la dignidad de toda persona humana, no puede existir una elevación real de la condición humana. Todos de un modo u otro somos responsables. “Las campanas doblan por mí”… (John. Doone).   A.J.



sábado, 24 de septiembre de 2011

EL SEÑUELO DE LA EXCELENCIA EDUCATIVA


Por Abilio de Gregorio

Son muchos los centros escolares que, ante el período de nuevas matriculaciones, hacen pública su oferta poniendo de relieve su culto a la excelencia educativa. Sin embargo, tal como están las actuales vigencias de pensamiento, exhibir la escarapela de la excelencia supone levantar en ciertos ambientes sospechas de elitismo, de competitividad, de insensibilidad social, de servilismo capitalista y otras lindezas.

Se hace uso inconsciente de ese resentimiento moral de la zorra de la fábula de Esopo ante las uvas: ”¡están verdes!”. Es este el mismo empeño deconstructor y el mismo mecanismo reduccionista que ya denunciaba A. Finkielkraut en “La derrota del pensamiento” al poner de relieve el imperio del relativismo que reduce la cultura a folklore.

Efectivamente, si entendemos la cultura como cultivo del espíritu, tal como la define la modernidad, habrá que aceptar que hay cultivos más elaborados que otros y habrá sujetos, individuos o colectividades, más cultivados que otros y habrá sujetos que, lejos de ocuparse del cultivo del espíritu, se han preocupado sólo de dar respuestas a las pulsiones más primarias y elementales de la naturaleza humana. Claro, la concepción clásica de cultura podría determinar la consideración de unas culturas como superiores a otras en función de las facultades humanas cultivadas en cada caso, y ello favorecer un colonialismo o imperialismo cultural. Para evitar el riesgo, lo más eficaz era acudir a la relativización del concepto. Cultura se definió entonces como el conjunto de todas las formas, o los patrones, explícitos o implícitos, a través de los cuales se expresa una determinada colectividad. Se termina asimilando el concepto de cultura al de costumbre o al de vigencia social en una determinada colectividad[1] y, en consecuencia, todas las culturas son igual de valiosas. Estaría, en consecuencia, en el mismo rango cualitativo cultural tirar la cabra desde el campanario con motivo de la fiesta del pueblo, que el concierto de Año nuevo de Viena. “Un par de botas equivale a Shakespeare”, como censura Finkielkraut.

Lejos queda este vaciamiento posmoderno de la vieja formulación del aquel ideal griego de educación como “areté” o excelencia, entendido como esfuerzo por abrazar lo específicamente humano en su totalidad, como soberanía del espíritu, la máxima excelencia denominada “kalokagatía (lo perfectamente bello y bueno) en el pensamiento pedagógico de la Grecia clásica tal como nos lo describe en su ya clásico tratado “Paideia” W. Jaeger. Es precisamente esa soberanía del espíritu la marca diferencial de la “aristeia”, de los mejores, de la excelencia, vinculada en el pensamiento griego al cultivo de la virtud.

Resulta, por lo tanto, de un grosero reduccionismo definir la calidad y la excelencia de un centro educativo por la capacidad de responder a las demandas y a las expectativas de sus clientes, tal como se establece tanto en modelos de estimación de calidad ISO, como EFQM, como en el Malcom Baldrige, de aplaudida circulación en los últimos años por los establecimientos educativos con aspiraciones de reconocimiento de excelencia.

Cuando planteamos, pues, la excelencia como valor, por lo tanto como objetivo educativo, estamos haciendo referencia no sólo a la presencia de lo que es bueno, sino a la presencia de lo mejor; a la búsqueda y logro de la perfección. Hablamos, pues, de la calidad en grado o nivel superior, de la superior calidad o bondad que hace digno de aprecio y estimación a lo que caracterizamos como “excelente”.

Y, puesto que la educación es un proceso perfectivo, determinaríamos la  excelencia educativa por el  mayor “valor añadido” a la personalidad, el aumento de las competencias y capacidades de un sujeto para afrontar la tarea de llevar a término (perfeccionar) su condición radical de persona en toda su integridad.

Es así como la idea de excelencia remite a la idea de perfección, en el sentido raíz del “per-facio”, -llevar a término sin interrupción- y, por lo tanto, a la idea de acabado y de totalidad. La excelencia, pues, se opone al conformismo, a la “chapuza” de las cosas a medias y de cualquier manera, a la condescendiente actitud por la cual se busca adaptar el medio al educando en vez de dotarlo de instrumentos para que sea él quien se adapte al medio y lo transforme si es necesario.

Esa educación blanda y barata de mínimos, de bisutería y baratija, de simples indicios, de grosera espontaneidad en la expresión y en el trato puede ser la causa de la cultura de quiosco, del zapping intelectual, del pensamiento anémico y de las conductas amorfas que caracterizan a muchos de nuestros contemporáneos. Frente a ello se sitúa la pedagogía del “magis”[2] tan presente en el pensamiento ignaciano de los Ejercicios Espirituales: No es suficiente con lo bueno; es preciso empeñarse en lo mejor. Más de lo normal; más de lo acostumbrado. “¿Qué más puedo hacer para en todo amar y servir?”, podría ser también el lema de toda excelencia educativa.

Es la pedagogía de llegar siempre hasta el final, hasta la última gota de mis posibilidades,  del trabajo bien hecho, del “no cansarse nunca de estar empezando siempre”, como decía Tomás Morales.




[1] .- Resulta estridente y no es fácil acostumbrarse a expresiones de uso frecuente en los medios de comunicación como “la cultura del botellón”, “cultura hiperconsumista”, “cultura del altruismo indoloro”, “cultura del pelotazo”, etc.

[2] .- Obsérvese la ironía: el “magis” está en la raíz semántica de “magíster”, maestro, mientras que en la raíz de “minister”, ministro, está la partícula adverbial “minus”.



viernes, 23 de septiembre de 2011

El fundamento último




A la persona humana, que lo es desde su concepción hasta su muerte natural, le son inherentes unos bienes y valores esenciales para su realización: la vida, la verdad, la libertad, la asignación de los productos y medios materiales necesarios para su subsistencia, la posibilidad del matrimonio y de la familia, la capacidad de la relación y participación social y política, la posibilidad de formación y acción cultural, la salud y la capacidad de buscar la realidad y de vivir de acuerdo con ella.
Pero, ¿de dónde le viene a cada persona la razón de que nadie pueda violar los derechos que le pertenecen como tal, e incluso que ni ella misma pueda renunciar a ellos ni alterarlos? ¿De sí misma? ¿Es que cada hombre, en su concreta individualidad, es el último fin para sí mismo? Dos evidencias se oponen a ello: la de la condición social de la persona humana, que le es innata por naturaleza, y la de la finitud, no sólo de cada hombre, sino de la humanidad entera. El hombre ni es origen de sí mismo, ni, por tanto, su último fin. Cada hombre es criatura de Dios y participa de la misma humana dignidad que sus hermanos. De ahí le viene la última y decisiva razón de la dignidad de su persona, el fundamento objetivo de los derechos y tareas que como tal le pertenecen.
Se impone un movimiento emergente de humanización, basado en el reconocimiento del valor inherente a la naturaleza humana y a todo ser personal, del que nadie debe ser excluido. Cada ser humano es de algún modo responsable del bien de sus semejantes. Si alguien atenta contra la dignidad humana de un ser humano inocente, atenta también contra la mía, porque es la misma. Como escribió John Doone: “Ningún hombre es una isla, completo en sí mismo, sino un fragmento del continente. Si el mar arrebata una parte de la tierra, es Europa la que pierde, como si se tratara de la casa de tus amigos o de la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque yo formo parte de la humanidad. No preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti.”